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José Luis Fernández Bueno (p.1959) nos envía esta entrañable historia.
Esta Noticia fue editada el: 27-03-2018

El arroz Covadonga max-width=

En este año de triple aniversario en Covadonga, José Luis Fernández Bueno (p.1959), nos hace llegar este artículo escrito por su sobrino, en el que se cuenta una entrañable historia que tiene como protagonista a Fernanda Bueno, madre del primero y abuela del segundo. 

El arroz Covadonga

Una y otra vez escuché a mi abuela contar que cuando llegó a vivir a México, recién casada, no sabía hacer casi nada y que fue una señora de nombre Genoveva quien le enseñó a hacer arroz. Era poco más que una adolescente. Muy pronto, llevó ese arroz, que todo el mundo conocía como su arroz, a su estado más perfecto.
Lo preparaba los lunes. Los otros días hacía papas con col o macarrones con atún o cocido, y hasta una receta que originalmente se prepara con pixín según la ofrece un restaurante de Gijón —aunque era necesario hacerla con merluza, que en México sí se consigue—, pero todos estaban de acuerdo en que su especialidad era ese arroz que nadie consideraba una exageración describir como una maravilla.
Una tarde, mi abuela descubrió en un supermercado mexicano un arroz llamado Covadonga, en cuya caja aparece la imagen de "La Santina" —como afectuosamente llaman los asturianos a su Virgen—. Imagínese su alborozo. De inmediato, sin ninguna duda, se cambió a esa marca. ¿Cómo si no? Mis abuelos se habían casado en la mismísima Cueva de Covadonga, y a partir de entonces, siempre, en una y otra casa (desde el segundo piso de Manuel Payno y Bolívar donde vivieron cuando llegaron de España, hasta su último departamento, en la calle de Hegel), la imagen de la Virgen ocupó un lugar de privilegio, atestiguando desde una suerte de centro gravitacional casi físico todos y cada uno de los actos de siete décadas de nuestra familia fuera de Asturias.
A partir de 1960, cuando nació el mayor de mis primos, mi abuela fue colocando en el marco de esa imagen las fotos de sus nietos y sus bisnietos. Por supuesto, entre ellas estaban las de mi hermana y mi sobrina que se llaman Covadonga. Sólo dos personas ajenas a ese grado de parentesco consiguieron ser incluidas: el Papa, digamos que por derecho propio, y mi tío Pepe Luis, cuando se fue a vivir a Australia. Cambiarse a ese arroz era no sólo lo correcto: era una oportunidad de manifestar una fidelidad, por pequeña que pareciera. Era un imperativo parecido a una señal del cielo.

Un día, sin embargo, llegué a visitarla y mi abuela me dijo con verdadera lástima que no iba a volver a comprar el arroz Covadonga. “¿Por qué dices eso?”, le pregunté, de veras sorprendido. “Sí, ya no vuelvo a comprarlo”, insistió. Y yo: “Pero qué pasa, ¿ya no te gusta?”. Me tomó de la mano, me llevó a la cocina y me dijo, mientras abría un cajón que estaba lleno de unos montones de cartones redondos, mal recortados, agrupados quizás en treintenas, en ligas de plástico: “¿O qué quieres que haga?”. Y añadió de inmediato, con su sonrisa más caritativa y hermosa: “¿Cómo voy a tirar a la Virgen a la basura?”
Entonces comprendí. A lo largo de ese tiempo, con aquellas tijeras viejas que ya le conocía —prácticamente inservibles, más pequeñas que sus dedos mínimos—, mi abuela se había empeñado en recortar las imágenes de la Santina para tirar a la basura los paquetes vacíos del arroz sin ellas.


(Del Blog Siglo en la brisa del escritor mexicano Fernando Fernández.)

Foto Angel