Noticias / Memorias del P. Treceño, 2ª parte
«Bajo imperativo legal, todos los días rezábamos ´por el imperio hacia Dios´»
Esta Noticia fue editada el: 25-10-2017

Memorias del P. Treceño, 2ª parte max-width=

(La Nueva España)

MEMORIAS 

Gumersindo Treceño Llorente

Jesuita y ex profesor del Colegio Inmaculada de Gijón 

«Bajo imperativo legal, todos los días rezábamos ´por el imperio hacia Dios´» 

«En el patio de los muertos estaban las cruces y las sepulturas de los fallecidos en el cuartel de Simancas» 

Nacido en León, en Mansilla Mayor, pero afincado en el Colegio de la Inmaculada de Gijón desde 1944, el jesuita Gumersindo Treceño Llorente es un de los religioso más veteranos del Compañía de Jesús. Con 97 años a las espaldas, vivió a los 19 años la supresión y expulsión de los jesuitas decretada por el Gobierno de la República, en 1932. Junto a sus compañeros partió desde Salamanca hacia Bélgica, donde realizó los estudios de Humanidades y Filosofía. En aquel grupo de exiliados iban también jesuitas asturianos como los padres Patac, Balbuena o Monasterio. En octubre de 1936, Treceño regresa a España.  

Gijón, J. MORÁN - El jesuita Gumersindo Treceño, de 97 años, evoca en esta segunda entrega de sus «Memorias» el período que va desde sus estudios de Teología hasta su incorporación al Colegio de la Inmaculada de Gijón, todavía en ruinas.

El aislamiento de Oña. «La guerra de España nos sorprende en Marneffe (Lieja), recién terminados los estudios de Filosofía. La situación es compleja. Por fin, después de grandes titubeos, el 11 de octubre de 1936, pasamos la frontera hacia España, por Dancharrinea, en Navarra. Irún estaba calcinada, a pocos días de haber sido tomado por las tropas nacionales. Como es natural, la confusión era grande y el padre Encinas, el provincial, apenas sabe qué hacer con nosotros. Los estudios de Teología escolástica los realicé en Oña (Burgos), en una casa para estudiantes jesuitas de toda Castilla. Era aterradora, pero en un emplazamiento espléndido, entre montañas. Yo era catequista de un pueblo que se llamaba Cereceda y todos los domingos después de comer cogía la bicicleta y recorría los siete u ocho kilómetros de distancia. A aquello de dejar la casa durante unas horas lo llamábamos "sales de Oña". Había un chiste del cantinero de Oña, al que le gustaba mucho hablar con los filósofos y teólogos cuando salíamos de paseo. "Mirad: naces en Oña, vives en Oña, mueres en Oña?, hazte cuenta, coño, de que no has nacido", nos decía el paisano aquel. Los de nuestra promoción cantamos misa en mayo de 1942, en Valladolid, en la basílica del Sagrado Corazón».

Mondariz por Cuba. «Por aquellos años, la Compañía me destina a Cuba y consiguientemente me dan permiso para despedirme de la familia, pero un solo día, como mandaban los cánones de la época. Yo llevaba siete años sin verla. Haber ido a Cuba hubiese cambiado por completo mi vida, pero no fui porque el Atlántico estaba copado por las escuadras inglesa y americana, a causa de la guerra mundial, y los viajes trasatlánticos estaban cortados. Al no encontrar trasatlántico de confianza para el viaje a Cuba, me destinan al colegio de Vigo, que había estado desterrado en Curía, Portugal. Cuando yo llego, el colegio se estaba instalando en el Balneario de Mondariz (Pontevedra), ya que su propio solar de Bellavista, en Vigo, era hospital de moros, con mezquita incluida. Estaba Mondariz pueblo y Mondariz balneario. Este balneario era un hotel espléndido, el Gran Hotel, donde había veraneado Primo de Rivera, el dictador. Además había hoteles pequeños que la Compañía había alquilado y allí vivíamos».

Nueva pedagogía. «En el colegio de Vigo fue donde se implantó, después de la Guerra Civil, la pedagogía didáctica del padre Encinas, que consistía en combinar la disciplina con la libertad de los alumnos. En el colegio de Vigo se encontraron Antonio Encinas, provincial y rector, y Daniel Valdor, un cubano muy inteligente. Y ahí es donde se fraguó la nueva pedagogía libre de temores. La disciplina, el rigor, era la base de todo, pero a partir de ese momento empezó el cultivo de la libertad de los alumnos. Allí paso tres años de magisterio, muy feliz, dando clases de Geografía e Historia a colegiales de primero, segundo y tercero de Bachillerato; y de Literatura a un grupo reducido de un plan de Bachillerato que se extinguía y que se llamaba quinto y sexto antiguo. Entre los primeros andaban Constantino Fernández y Antonio Pérez Cabeza, que luego serían jesuitas y estuvieron aquí, en el colegio de Gijón».

Balines en las ruinas. «Y después me toca el período de fundación de nuestro querido Simancas, ya que cuando yo llegué aquí, en 1944, el edifico estaba en ruinas, exactamente igual que aparece en la maqueta que se conserva hoy en la planta baja. En el edificio del colegio no vivía nadie, pero sí acudíamos a él para las clases y los recreos, que los alumnos dedicaban a buscar balines entre las ruinas. Yo vivía con 16 internos de sexto y de séptimo de Bachillerato en un tercer piso de la calle de Enrique Cangas, hoy calle de Begoña, en un edificio colindante con la residencia de la Iglesiona. En el piso primero vivían el padre Riaza, rector del colegio, y parte de la comunidad de jesuitas, el padre Solís o el padre Constantino Fernández, que luego marchó a América. Aquel edificio de Enrique Cangas lo vendió años después el rector de la Iglesiona, el padre Portillo, para pagar la restauración de las vidrieras del templo. Al provincial de entonces, el padre Carvajal, aquello le sentó pésimamente».

Clases de urbanidad. «El resto de dependencias del colegio estaba en una casona de la calle de Cabrales, la Casa Social, se llamaba. Allí estaba el internado, con el dormitorio de pequeños y medianos, y los comedores, tanto de la comunidad como de los alumnos, los dos en los sótanos del edificio, con riesgo de inundaciones en aquellos inviernos tan lluviosos. El gran salón de actos servía de capilla y se utilizaba para servicios múltiples, ya que era el único local con capacidad para acoger a todos los alumnos. Allí teníamos la misa todos los domingos, después del desayuno, y a continuación el rector Riaza daba clases de urbanidad a todos los alumnos. Por la noche, el hermano Areitio proyectaba la película de cine cuidadosamente censurada, pero de asistencia obligatoria. En esta tarea de operador de cine le sustituía con gran aceptación Ramón, que todavía vive y que alternaba esta misión con la de conserje del colegio. El hermano Areitio era un todoterreno: secretario del colegio, capillero, enfermero, comprador, operador de cine, profesor de gimnasia, jefe de empleados?».

El Gordo y el Flaco. «Después, con el edificio en reconstrucción, el cine se emplazó en un lugar que hoy es el campo de fútbol. Durante las proyecciones, Ramón dejaba la cabina y se metía en la sala para vivir el ambiente de los espectadores, las emociones de los chicos, o las risas con el Gordo y el Flaco. A la primera sesión de cine, que era para los párvulos, atendidos por el padre Gutiérrez, venían los alumnos del Hogar de San José. También venían las familias al cine. Las clases las teníamos arriba en el Simancas: los mayores, en el antiguo salón de actos, partido en dos estudios, ya que había sufrido menos en los bombardeos; y los pequeños en las primitivas aulas de Comercio del antiguo colegio, de planta baja, paralelas a la actual avenida de los Hermanos Felgueroso. Como el patio estaba más alto que las aulas, cuando llovía se inundaban».

Oración por los caídos. «Durante la posguerra se vivía mal, pero se notó la llegada de la ayuda de Perón, de la Argentina. Estábamos muy metidos en aquel ambiente del nacionalcatolicismo. Todos los días se iniciaba la vida académica con la oración ante el Monumento de los Caídos, adosado al edificio principal, con sus muros mutilados. Ese lugar era el entonces llamado patio de los muertos, lo que es ahora el campo de fútbol. Había la distribución primitiva del colegio, que era un campo para internos, otro para externos y otro para mediopensionistas, y cada cual tenía su sitio. Había un clasismo tremendo. En el patio de los muertos estaba las cruces y las sepulturas de los fallecidos, cuyos restos luego pasaron a los laterales de la iglesia, en los mausoleos que flanquean el altar mayor del templo del colegio. Nadie se acuerda de esos mausoleos hoy en día, pero inicialmente sí venían viudas y familiares buscando vestigios de sus fallecidos. Para esa oración diaria nos colocábamos ante un grandioso altar de madera, en negro, adosado al muro y presidido por una gran cruz de tamaño monumental, también en negro. Todas las fiestas cívicas, tan frecuentes en aquellos tiempos, tenía aquí su escenario. Como testigo habitual puedo repetir la oración que dirigía el entonces brigadier del colegio. El brigadier era el alumno más destacado, que años más tarde se designaría con el monárquico título de príncipe del colegio. Lorenzo Sarmiento, de la promoción de 1946, dirigía la oración en nombre de todos, y esto bajo imperativo legal. Decía así: "Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo. Nosotros queremos lograr aquí la España difícil y erecta que él ambicionó. Nos guía el Caudillo; Señor protege su vida y alienta nuestros esfuerzos hasta que consigamos esta consigna suprema: ¡Por el imperio hacia Dios!"».

 

 

Memorias del P. Treceño, 1ª parte

 

Memorias del P. Treceño, 3ª parte

 

Foto Angel